El Charco Azul


Dicen que el olfato es uno de los mayores detonantes de la memoria. Y seguramente sea así, porque la primera vez que pisé el puerto de Buenaventura me quedó grabado –calculo que para siempre- el olor a pescado, puerto, sal y humedad. Después vino el sonido, la música y finalmente, el color. No se trata exactamente del orden en que cualquiera contaría un documental, pero es la forma en que descubrí esta historia.
Encontré a Saida sin buscarla, o más bien buscando a alguien más, como suele pasar con estas cosas. La primera vez que fui a Buenaventura estaba juntando material para un video sobre infancia. Cuando revisaba las grabaciones encontré un par de planos que llamaron mucho mi atención: dos niños en un carrito de balines, que entrevisté mientras me llevaban de un barrio a otro sobre las vías de un tren. Quería contar la historia del lugar y me pareció que los dos chicos podrían ser el hilo por donde empezaría a tejerla.
Así que volví al Limonar, un barrio de la periferia de Buenaventura; uno de esos lugares sin una identidad clara, donde viven lugareños y gente venida de lejos; en un punto donde la ciudad deja de serlo y empieza confundirse con río, selva y montaña. Los carritos son el medio de transporte más eficiente y casi siempre, es fácil hallar algún niño, niña o joven piloteando alguno.
Nunca encontré a los niños que había entrevistado. En cambio, llegué una casa construida con tejas de aluminio a la orilla de esas vías, en la que vivían nueve personas: Don Alberto, Doña Flor, Saida y seis de sus nueve hermanos. Los más grandes se valían de los carritos para hacer unos pesos, siempre que un vecino les prestara alguno. El padre, un vaquero caucano de lengua animosa, me contó a retazos su vida, la de sus hijos y la historia del lugar.
Hace un par de años ocurrió el primer encuentro. Después los vi y los grabé un par de veces. Pero todavía tengo pendiente este relato. Porque en ese lugar, a medida que las casas se distancian unas de otras, la realidad va trastocándose. Y cuando se escucha una historia de violencia y otra de fantasmas, se sabe que  es mentira porque no hay cabeza en la que quepa. Y se sabe también que es verdad, porque quien cuenta con tanta naturalidad esas cosas, ha de vivirlas para saber tan bien de qué está hablando.